30 jul 2006

Ahogo

Parece tan difícil explicarlo, cuando el interlocutor no comparte la carencia: necesito vivir en un paisaje, necesito tener un horizonte. Necesito el campo en mis ventanas, la tierra bajo mis pies, no un jardín sino la tierra. Estos retazos de suelo domesticado que abonamos y pulimos y adornamos en urbana pretensión de naturaleza, no son más que el recordatorio del paraíso perdido, un sustituto pobre y envilecido, un patético intento de preservar la humanidad en medio del hacinamiento.
Tal vez cuando la primavera renueve brotes y las ramas despunten vida, pueda reconciliarme con las limitaciones del jardín. Pero no creo: esto no es un reclamo de flores, sé apreciar la austera belleza del invierno, las estaciones me seducen por lo que son. Es el encierro entre paredes, las demasiadas horas respirando hollines, la falta de horizonte, la carencia de montañas, los pájaros anidando en postes y posándose sobre cables, el empeño en podar y reducir para que lo verde no estorbe lo seco, ese sol que se pone día tras día sin que yo lo vea, el ruido de fondo permanente que anula el silencio y lo torna utópico.

La ciudad me está matando.