17 jun 2006

Oráculo II

Nunca imaginé que algo así pudiera ocurrirme, pero aquí estamos... Un viernes, hace poco, fui a un bar temático con unas amigas que habían reservado mesa y me invitaron. El tema era astrología, tarot, adivinación, esas cosas. He sido escéptica militante toda mi vida, hasta hace unos tres años cuando llegó a mis manos una excelente edición del I Ching. Curiosa como soy, me puse a leerlo: prólogo de Karl Jung, bueno, pinta interesante... Leído el prólogo, una imperceptible fisura comenzó a insinuarse en mi racionalismo inmaculado. Seguí leyendo. Claro, no es fácil, va a contramano de mi formación, mi historia, mi práctica. Pero, en todo caso, como ya he tenido más de una ocasión de observar que el hecho de haber creído en la validez de algo toda la vida no lo hace más cierto, ni más real, ni nada, sino solamente más automático y más fácil, seguí leyendo con la mente abierta.
Y llegué al punto inevitable: si lo que dice es cierto, debería poder comprobarse. Arrojé las monedas, compuse el hexagrama, y leí...
Oooohhhh.
Se ajustaba completamente, sin ninguna duda, a ese momento de mi vida, a lo que me estaba pasando. Y me aconsejaba tolerancia y paciencia, que eran las dos cosas que más falta me hacían en ese momento (siempre me hacen falta).
En los tres años transcurridos, he tirado las monedas y formado mis hexagramas en varias ocasiones. Siempre, siempre, el oráculo ha sido pertinente, consistente con todo, y me ha ayudado a reflexionar, a comprender, a aceptar o a cambiar. A esperar o a hacer.
Ya no cuestiono, ha pasado la prueba: sirve para lo que dice que sirve, si uno lo hace como debe hacerlo.
Entonces, ese viernes a la noche, pensé: Si el I Ching funciona, ¿por qué no lo haría el tarot, por ejemplo? Y me senté frente a la mujer que “adivinaba”. Se presentó, me presenté, nos dimos la mano, y corté en tres montones el mazo que ella había mezclado.
A partir de allí, me describió a mí, a mi pasado, a mi presente. Lloré, sonreí; esbozó un futuro, sonreí más, y me fui a mi mesa, a contarles a mis amigas todo antes que empezara a olvidarme los detalles. Cuando llegué a casa, lo escribí tal cual ella me lo había dicho, respetando orden, palabras, estilo.
Unos días después, se lo mostré a otra amiga, quizás la que mejor me conoce.“Te escaneó el cerebro” , me dijo.