La frontera de la realidad
Parece que el barrio de la infancia es importante. Casi todo el mundo tiene anécdotas, historias, amigos, raíces incluso vinculadas al barrio de la infancia. Yo no tengo nada de eso. Y en algún lado viví, claro.
Chacarita.
Vivía en un quinto piso sobre la Av. Forest, con vista al playón de maniobras y los galpones del Ferrocarril Urquiza. Detrás de eso, el cementerio. No se veía, sólo las copas de los árboles. Y más atrás aún, lo más parecido al horizonte que puede encontrarse en Buenos Aires, y unas puestas de sol espectaculares, día tras día, durante 22 años. Ahora las puestas de sol siguen, yo me fui hace mucho.
Chacarita no es un barrio, propiamente hablando. Es un lugar de paso, carece de personalidad, de color propio. No se crean lazos con nada allí. Al vivir en un edificio de departamentos, sobre dos avenidas, y no siendo varón, mi vida transcurrió dentro de las paredes de mi casa. No hubo calle, no hubo amigos, sólo las ventanas para conectarme con lo de afuera. Y lo de afuera tenía a veces características bizarras: mirar hasta que aparecieran cortejos fúnebres que iban al cementerio, y competir con mi hermano a ver quién contaba el cortejo con más coches (¿se siguen usando los coches todos iguales en los cortejos fúnebres?)
Nunca pensábamos que allí había un muerto, ni que había miles de muertos a un par de cuadras de casa. Hubiera dado para noches de terror. Se hubieran podido imaginar historias fascinantes, terribles, morbosas. Pero nunca lo hicimos; como si ese enorme cementerio allí cerca no existiera. Nunca se nos ocurrió la travesura de meternos a ver cómo era, a intentar alguna expedición macabra e ingenuamente audaz.
Ahora que lo pienso, era más bien como si esa enorme extensión rodeada por paredes no existiese, era negada casi a la perfección. Como el límite del pueblo en The Truman Show: no pensamos en eso, actuamos como si no existiese, y la mente nos permite vivir sin percibirlo, ni lo que es ni lo que representa. Evidentemente, los chicos heredamos ese comportamiento de los adultos que vivían con nosotros.
Y pensándolo un poco más, se me ocurre ahora que fue una buena analogía de la manera como se maneja el tema de la muerte en nuestra cultura.
Entramos al cementerio por primera vez cuando yo tenía 20 años, y había muerto mi abuelo.
Chacarita.
Vivía en un quinto piso sobre la Av. Forest, con vista al playón de maniobras y los galpones del Ferrocarril Urquiza. Detrás de eso, el cementerio. No se veía, sólo las copas de los árboles. Y más atrás aún, lo más parecido al horizonte que puede encontrarse en Buenos Aires, y unas puestas de sol espectaculares, día tras día, durante 22 años. Ahora las puestas de sol siguen, yo me fui hace mucho.
Chacarita no es un barrio, propiamente hablando. Es un lugar de paso, carece de personalidad, de color propio. No se crean lazos con nada allí. Al vivir en un edificio de departamentos, sobre dos avenidas, y no siendo varón, mi vida transcurrió dentro de las paredes de mi casa. No hubo calle, no hubo amigos, sólo las ventanas para conectarme con lo de afuera. Y lo de afuera tenía a veces características bizarras: mirar hasta que aparecieran cortejos fúnebres que iban al cementerio, y competir con mi hermano a ver quién contaba el cortejo con más coches (¿se siguen usando los coches todos iguales en los cortejos fúnebres?)
Nunca pensábamos que allí había un muerto, ni que había miles de muertos a un par de cuadras de casa. Hubiera dado para noches de terror. Se hubieran podido imaginar historias fascinantes, terribles, morbosas. Pero nunca lo hicimos; como si ese enorme cementerio allí cerca no existiera. Nunca se nos ocurrió la travesura de meternos a ver cómo era, a intentar alguna expedición macabra e ingenuamente audaz.
Ahora que lo pienso, era más bien como si esa enorme extensión rodeada por paredes no existiese, era negada casi a la perfección. Como el límite del pueblo en The Truman Show: no pensamos en eso, actuamos como si no existiese, y la mente nos permite vivir sin percibirlo, ni lo que es ni lo que representa. Evidentemente, los chicos heredamos ese comportamiento de los adultos que vivían con nosotros.
Y pensándolo un poco más, se me ocurre ahora que fue una buena analogía de la manera como se maneja el tema de la muerte en nuestra cultura.
Entramos al cementerio por primera vez cuando yo tenía 20 años, y había muerto mi abuelo.
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