La nona
Mi abuela – la nona, con una sola n, porque era argentina – murió hace poco más de 8 años, tres días después de cumplir 94. Su longevidad me permitió el lujo de disfrutar su presencia en mi vida hasta mi madurez, y a ella de dos bisnietos. El mayor, mi hijo, terminó el secundario cuando ella murió.
Pero también, su longevidad tuvo una contracara para ella: todas sus amigas, incluso las más jóvenes, murieron antes. Su marido, y su hijo varón, también. Prematuramente, a los 57 años, mi tío Lucho (que se llamaba Nicolás, como mi hijo) se fue y nos dejó a todos tristes, y a mi abuela devastada. A partir de entonces, el duelo se le hizo depresión, la depresión le minó las ganas, las piernas ya no la llevaron a donde quisiera y ya no quiso ir a ninguna parte. Vivió sus últimos años con la lucidez de siempre, pero sin alegría, sin energía, una sombra de la nona que fue siempre.
Y siempre había sido un ventarrón, como la definiera mi abuelo. Imparable manojo de energía desatada, cocinando, limpiando, atendiendo, haciéndose cargo, intentando manejar la vida de todos pero dando, dando, dando. Sólo pedía que la quisieran. Y todos la queríamos, menos mi tía, su nuera, a quien ella – naturalmente – tampoco quería. Bueno, visto desde acá, sin pasión y sin prejuicio, creo que la nona tenía razón. Pero esa es otra historia.
Su padre, un asturiano pintoresco y volátil, infiel e inconstante, prolífico y alegre; su madre, una mujer amarga constantemente preñada por el asturiano, seguramente atada sin opción desde sus 16 años a un matrimonio que nunca la hizo feliz, y quizás sin preguntarse siquiera si lo era, o sin siquiera saber qué era la felicidad. A fines del siglo XIX, comienzos del XX, la felicidad no era una opción para la gente, menos para las mujeres. De los ocho hermanos que tuvo la nona, uno murió joven de tuberculosis. El resto, se perdió en el limbo. Sólo conservó el contacto, hasta su muerte, con su única hermana mayor, con la que periódicamente se peleaba y volvía a reconciliar, y que se extravió algunos años antes en el laberinto de la demencia. Los mencionaba a veces, por sus nombres o sus apodos, sin nostalgia y sin dolor, al menos en apariencia. Nunca pude saber por qué se habían distanciado tan irreversiblemente del resto las dos hermanas mayores.
Tuvo una fortaleza inagotable. Forjó el camino de su familia contra adversidades de la vida y debilidades de mi abuelo; trabajó 18 horas diarias durante décadas, sobrevivió a tres cánceres y alguna vez me dijo: “Nena, la verdad es que he trabajado como una burra”. Fue lo más parecido a una queja que le escuché.
Estudió hasta tercer grado, y superó las limitaciones de su educación formal con su inteligencia natural, su curiosidad sin límites, su voluntad y su perseverancia. Leía todos los días, el diario de punta a punta, revistas, literatura. No sé de dónde sacaba tiempo.
Pero también hizo cosas fantásticas: manejó su Ford T por los caminos de macadam en el far west mendocino, en la década del ’20; ató peras en un olmo para gastarle una broma a mi abuelo y sorprenderlo refutando imposibilidades dialécticas; jugó a las cartas incansablemente con amigas y familia (nuca pude ganarle a nada, y no me insultó con ninguna complacencia barata), jugó a todo lo que pudo siempre. La vida no le ofreció mucho, pero ella la exprimió.
Tuvo mezquindades, pequeñeces, prejuicios, como cualquiera. No la idealizo, pero me quedo con lo mejor.
Solía sostener sin argumentos convicciones irrevocables en cuestiones puramente anecdóticas: las cacerolas deben tener dos manijas, las de una sola son inaceptables; el pelo debe estar corto en verano; el pelo no debe caer sobre la cara (¡cómo me hinchó las pelotas con eso!); sus muebles eran los más lindos del mundo; sus nietos éramos los más lindos del mundo; su nuera era la peor del mundo; sus pastas eran las mejores del mundo (y nadie se hubiera atrevido a contradecirla, porque tenía razón); las sandalias debían ser de lona, con taco chino y de color blanco o beige. Estructuró su vida sobre convicciones así, inofensivas pero a veces molestas, y las usó para sostenerse contra los vaivenes y temblores. Le ofrecían una ilusión de estabilidad a su centro de gravedad para no perder el equilibrio.
Frecuentemente me sorprendo, aún ahora, reconociendo algunas cosas en las que me parezco a ella, incluso salvando la diferencia de historias y circunstancias, que es inmensa.
La quise entrañablemente, y en estos últimos días, no sé por qué, me he descubierto un par de veces con el teléfono en la mano, mirándolo fijamente y preguntándome cómo hacer para llamarla…
(Prometo postear una foto de ella, en cuanto la encuentre y la escanee)
Pero también, su longevidad tuvo una contracara para ella: todas sus amigas, incluso las más jóvenes, murieron antes. Su marido, y su hijo varón, también. Prematuramente, a los 57 años, mi tío Lucho (que se llamaba Nicolás, como mi hijo) se fue y nos dejó a todos tristes, y a mi abuela devastada. A partir de entonces, el duelo se le hizo depresión, la depresión le minó las ganas, las piernas ya no la llevaron a donde quisiera y ya no quiso ir a ninguna parte. Vivió sus últimos años con la lucidez de siempre, pero sin alegría, sin energía, una sombra de la nona que fue siempre.
Y siempre había sido un ventarrón, como la definiera mi abuelo. Imparable manojo de energía desatada, cocinando, limpiando, atendiendo, haciéndose cargo, intentando manejar la vida de todos pero dando, dando, dando. Sólo pedía que la quisieran. Y todos la queríamos, menos mi tía, su nuera, a quien ella – naturalmente – tampoco quería. Bueno, visto desde acá, sin pasión y sin prejuicio, creo que la nona tenía razón. Pero esa es otra historia.
Su padre, un asturiano pintoresco y volátil, infiel e inconstante, prolífico y alegre; su madre, una mujer amarga constantemente preñada por el asturiano, seguramente atada sin opción desde sus 16 años a un matrimonio que nunca la hizo feliz, y quizás sin preguntarse siquiera si lo era, o sin siquiera saber qué era la felicidad. A fines del siglo XIX, comienzos del XX, la felicidad no era una opción para la gente, menos para las mujeres. De los ocho hermanos que tuvo la nona, uno murió joven de tuberculosis. El resto, se perdió en el limbo. Sólo conservó el contacto, hasta su muerte, con su única hermana mayor, con la que periódicamente se peleaba y volvía a reconciliar, y que se extravió algunos años antes en el laberinto de la demencia. Los mencionaba a veces, por sus nombres o sus apodos, sin nostalgia y sin dolor, al menos en apariencia. Nunca pude saber por qué se habían distanciado tan irreversiblemente del resto las dos hermanas mayores.
Tuvo una fortaleza inagotable. Forjó el camino de su familia contra adversidades de la vida y debilidades de mi abuelo; trabajó 18 horas diarias durante décadas, sobrevivió a tres cánceres y alguna vez me dijo: “Nena, la verdad es que he trabajado como una burra”. Fue lo más parecido a una queja que le escuché.
Estudió hasta tercer grado, y superó las limitaciones de su educación formal con su inteligencia natural, su curiosidad sin límites, su voluntad y su perseverancia. Leía todos los días, el diario de punta a punta, revistas, literatura. No sé de dónde sacaba tiempo.
Pero también hizo cosas fantásticas: manejó su Ford T por los caminos de macadam en el far west mendocino, en la década del ’20; ató peras en un olmo para gastarle una broma a mi abuelo y sorprenderlo refutando imposibilidades dialécticas; jugó a las cartas incansablemente con amigas y familia (nuca pude ganarle a nada, y no me insultó con ninguna complacencia barata), jugó a todo lo que pudo siempre. La vida no le ofreció mucho, pero ella la exprimió.
Tuvo mezquindades, pequeñeces, prejuicios, como cualquiera. No la idealizo, pero me quedo con lo mejor.
Solía sostener sin argumentos convicciones irrevocables en cuestiones puramente anecdóticas: las cacerolas deben tener dos manijas, las de una sola son inaceptables; el pelo debe estar corto en verano; el pelo no debe caer sobre la cara (¡cómo me hinchó las pelotas con eso!); sus muebles eran los más lindos del mundo; sus nietos éramos los más lindos del mundo; su nuera era la peor del mundo; sus pastas eran las mejores del mundo (y nadie se hubiera atrevido a contradecirla, porque tenía razón); las sandalias debían ser de lona, con taco chino y de color blanco o beige. Estructuró su vida sobre convicciones así, inofensivas pero a veces molestas, y las usó para sostenerse contra los vaivenes y temblores. Le ofrecían una ilusión de estabilidad a su centro de gravedad para no perder el equilibrio.
Frecuentemente me sorprendo, aún ahora, reconociendo algunas cosas en las que me parezco a ella, incluso salvando la diferencia de historias y circunstancias, que es inmensa.
La quise entrañablemente, y en estos últimos días, no sé por qué, me he descubierto un par de veces con el teléfono en la mano, mirándolo fijamente y preguntándome cómo hacer para llamarla…
(Prometo postear una foto de ella, en cuanto la encuentre y la escanee)
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