21 jun 2008

La trampa de la ciudad

Siempre he pensado que todo el mundo debería tener el derecho de vivir en una casa. No digo a tener un techo, derecho reconocido pero que no se cumple, sino a vivir en una casa. Las ciudades actuales, con sus edificios de muchos pisos y la invención de la propiedad del aire, son una aberración. La gente viviendo apilada, unos sobre otros, unos pegados a los otros, sin más que un pequeño tabique separándolos, escuchando sus ruidos, oliendo sus olores… me parece un horror, algo contra natura. Claro que hay tantos millones de personas viviendo así (más de la mitad de la humanidad vive en ciudades actualmente), que la cosa se ha naturalizado: nadie lo cuestiona. Incluso se glorifican los rascacielos, como un logro de la humanidad. Y lo son, sin dudas, desde el punto de vista de la ingeniería. Hasta arquitectónicamente, si los considero como un objeto abstracto, hay algunos que son de una belleza y grandiosidad indudables. Pero como viviendas, como objetos concretos con un uso definido, no me inspiran más que rechazo.
Lo peor es la manera como se ha naturalizado en la mente de todos esta forma de vivir, sin contacto con la tierra, sin ver el cielo o viéndolo recortado entre bloques, sin intimidad, sin vínculo con lo que está vivo: plantas, animales, insectos. Los insectos en nuestros hábitat han quedado reducidos a plagas que deben ser interminable e infructuosamente combatidas, horribles y asquerosos, molestos, dañinos e incluso peligrosos: cucarachas, mosquitos, hormigas, polillas, termitas, moscas, todos “invasores” de nuestras cuevas de ladrillos. Los animales que vemos son nuestras mascotas, sometidos al encierro y desnaturalizados, como nosotros mismos. Pero por detrás, por encima y por debajo, ejércitos de alimañas viven de nuestros detritus, prosperan con nuestra abundancia, nos superan en número y se mantienen ocultos pero irreductibles en los oscuros recovecos de nuestras ciudades.
Y no me digan que no: con frecuencia veo departamentos tan pequeños que las paredes y los techos parecen aplastarme, donde los muebles deben ser de medidas exiguas para que quepan, donde en los dormitorios hay que pasar de costado entre la pared y la cama o hay que hacer dormir a los chicos en cuchetas apiladas como en una cabina de submarino. Cocinas minúsculas donde el espacio de trabajo es una superficie de 30 cm x 60 cm, y la ropa lavada cuelga de un tender sobre la cabeza de la única persona que puede moverse allí, porque si hay dos al mismo tiempo, se chocan entre sí. Habitaciones donde el sol nunca llega. Pasillos con olores a comidas desagradables a toda hora, ventanas que se abren a paredes, a espacios ciegos, a otras ventanas. Descargas de inodoros ajenos que se escuchan desde la mesa, portazos a toda hora, timbres, ascensores, parejas que discuten, chicos que lloran, bocinas que aturden, motores que ensordecen como fondo perpetuo, música que uno nunca elegiría escuchar, y reuniones de consorcio donde cada mezquindad y necedad de la que el ser humano es capaz se recrea exacerbada, como prueba final de que esa forma de transcurrir y alojarse es cualquier cosa, menos una forma de vivir.
No me detengo siquiera a considerar el asunto desde un punto de vista urbanístico, ni de las teorizaciones sobre la ciudad como espacio de encuentro, oportunidad de comunicación, etc. Ni discuto la evidencia de que la forma de vida actual y los servicios que requiere sólo pueden ser completamente provistos en una ciudad, aunque habría que ver cuántas de las cosas que la vida actual considera necesarias lo son en realidad, o más bien surgen como tales en razón de tantas sinrazones. Me limito, simplemente, a considerar las viviendas individuales como determinantes directas de la forma y calidad de vida de quienes las habitan.

Una casa debería estar rodeada de espacio libre, con plantas que crezcan sin necesidad de ser podadas constantemente para que no se estorben unas con otras, con lugar para que los chicos corran y jueguen, para que los adultos caminen y jueguen, para que los animales vivan y jueguen. Finalmente, la vida en las ciudades nos quita espacio de juego. Nos convierte en tristes esclavos de un amo invisible que sin que nos diéramos cuenta, nos encerró en mazmorras y nos engrilló a las paredes.