10 ene 2010

Mandatos


Lo que hablábamos esta noche con A. lo ha investigado bien Helen Fisher.

A. se preguntaba si no había sido demasiado jodida, demasiado pretenciosa o rebuscada por haber estado tan a la defensiva con un tipo que la había invitado a su casa, había cocinado para ella y había sido en todo momento educado y cortés… aunque el pequeño detalle de que es alcohólico y estaba chupado le hizo olvidar que tenía que bañarse y vestirse prolijo antes de recibirla, y después olvidó también servirle la entrada y el postre que él mismo había preparado.

Le preocupa que las mujeres a veces somos gatafloras, que nada nos viene bien, que nada nos conforma. Piensa si no damos demasiadas vueltas, quizás.

Pero la biología nos determina para que seamos así.

No es que tengamos una enfermedad, una desviación: así es exactamente como la evolución nos ha hecho, así es como hemos sobrevivido y hecho sobrevivir a la especie a lo largo de millones de años.

Siendo precavidas, prestando atención a los detalles, observando el entorno con mirada penetrante y dando valor a las señales que nos manda, estando atentas a los peligros, desconfiando de los extraños, tomándonos tiempo antes de salir del refugio.

Mientras los varones salían a cazar búfalos, un juego algo riesgoso pero entretenido que los mantenía alejados de la cueva durante días o semanas, las mujeres se quedaban manteniendo encendido el fuego, cuidando la prole, dándole de comer y beber, y protegiéndola de los predadores. Tenían que ser observadoras, cuidadosas y desconfiadas, además de colaborar unas con otras y estar atentas a mil cosas.

Así que los hombres salen a cazar, y mientras tanto aprovechan y se cogen a cualquier hembra que se les cruce, porque tienen ganas y porque pueden. Para eso vienen provistos de cantidades ilimitadas de espermatozoides, y el mandato biológico de reproducirse desparramando sus genes por doquier, cuanto más mejor, y no importa dónde.

Las mujeres vienen con una dotación limitada de óvulos, ponen el cuerpo para parir sus hijos, y luego dedican años de sus vidas a cuidar, proteger y criar la prole. Saben que para lograrlo van a necesitar un hombre que las proteja, que sea un buen proveedor de búfalos, que mate tigres y otras amenazas, y que no se pierda en el camino de regreso cada vez que salga a cazar. O sea, que sea eficiente, responsable y comprometido.

Era así hace 200 000 años, y así sigue siendo ahora.

Esto es lo que ha modelado la evolución. Cinco mil años de cultura no han empezado ni a erosionar la fuerza de estos mandatos biológicos. Sólo los han disfrazado.

Entonces parece que si tomamos precauciones y observamos con cuidado y no nos lanzamos a tontas y locas cuando un hombre quiere jugar, somos absurdas.

Pero no: los genes nos piden que cuidemos los óvulos, que no pongamos en riesgo la reproducción de la especie si no tenemos un varón que se haga cargo de su prole, y ahí estamos midiendo detalles y ponderando conductas.

Cualquier error, lo pagamos caro. No somos fuertes, no podemos frenar a un atacante de una trompada y el más débil de los hombres tiene más fuerza que cualquiera de nosotras. ¿Cómo podríamos confiar en cualquiera, cómo no tomar precauciones y observar a todo hombre que se nos acerque para conocer sus intenciones y estar seguras que no quiere causarnos daño?

Lo que no tiene sentido en el marco de la cultura, lo posee plenamente en el de la evolución.

Será cuestión de pensarlo desde este enfoque, para no pasarnos de rosca y actuar con cada hombre como si estuviéramos en la caverna (porque al fin y al cabo, ya no siempre necesitamos que cuiden nuestros hijos y ni siquiera, afortunadamente, que nos traigan el búfalo para comer).

Pero todavía son más fuertes que nosotras, y ahora pueden además dejarnos heridas en el alma, desnudas y a la intemperie con el corazón roto. Más vale que sigamos teniendo precauciones.