31 mar 2007

La nona

Mi abuela – la nona, con una sola n, porque era argentina – murió hace poco más de 8 años, tres días después de cumplir 94. Su longevidad me permitió el lujo de disfrutar su presencia en mi vida hasta mi madurez, y a ella de dos bisnietos. El mayor, mi hijo, terminó el secundario cuando ella murió.

Pero también, su longevidad tuvo una contracara para ella: todas sus amigas, incluso las más jóvenes, murieron antes. Su marido, y su hijo varón, también. Prematuramente, a los 57 años, mi tío Lucho (que se llamaba Nicolás, como mi hijo) se fue y nos dejó a todos tristes, y a mi abuela devastada. A partir de entonces, el duelo se le hizo depresión, la depresión le minó las ganas, las piernas ya no la llevaron a donde quisiera y ya no quiso ir a ninguna parte. Vivió sus últimos años con la lucidez de siempre, pero sin alegría, sin energía, una sombra de la nona que fue siempre.

Y siempre había sido un ventarrón, como la definiera mi abuelo. Imparable manojo de energía desatada, cocinando, limpiando, atendiendo, haciéndose cargo, intentando manejar la vida de todos pero dando, dando, dando. Sólo pedía que la quisieran. Y todos la queríamos, menos mi tía, su nuera, a quien ella – naturalmente – tampoco quería. Bueno, visto desde acá, sin pasión y sin prejuicio, creo que la nona tenía razón. Pero esa es otra historia.

Su padre, un asturiano pintoresco y volátil, infiel e inconstante, prolífico y alegre; su madre, una mujer amarga constantemente preñada por el asturiano, seguramente atada sin opción desde sus 16 años a un matrimonio que nunca la hizo feliz, y quizás sin preguntarse siquiera si lo era, o sin siquiera saber qué era la felicidad. A fines del siglo XIX, comienzos del XX, la felicidad no era una opción para la gente, menos para las mujeres. De los ocho hermanos que tuvo la nona, uno murió joven de tuberculosis. El resto, se perdió en el limbo. Sólo conservó el contacto, hasta su muerte, con su única hermana mayor, con la que periódicamente se peleaba y volvía a reconciliar, y que se extravió algunos años antes en el laberinto de la demencia. Los mencionaba a veces, por sus nombres o sus apodos, sin nostalgia y sin dolor, al menos en apariencia. Nunca pude saber por qué se habían distanciado tan irreversiblemente del resto las dos hermanas mayores.

Tuvo una fortaleza inagotable. Forjó el camino de su familia contra adversidades de la vida y debilidades de mi abuelo; trabajó 18 horas diarias durante décadas, sobrevivió a tres cánceres y alguna vez me dijo: “Nena, la verdad es que he trabajado como una burra”. Fue lo más parecido a una queja que le escuché.
Estudió hasta tercer grado, y superó las limitaciones de su educación formal con su inteligencia natural, su curiosidad sin límites, su voluntad y su perseverancia. Leía todos los días, el diario de punta a punta, revistas, literatura. No sé de dónde sacaba tiempo.
Pero también hizo cosas fantásticas: manejó su Ford T por los caminos de macadam en el far west mendocino, en la década del ’20; ató peras en un olmo para gastarle una broma a mi abuelo y sorprenderlo refutando imposibilidades dialécticas; jugó a las cartas incansablemente con amigas y familia (nuca pude ganarle a nada, y no me insultó con ninguna complacencia barata), jugó a todo lo que pudo siempre. La vida no le ofreció mucho, pero ella la exprimió.

Tuvo mezquindades, pequeñeces, prejuicios, como cualquiera. No la idealizo, pero me quedo con lo mejor.
Solía sostener sin argumentos convicciones irrevocables en cuestiones puramente anecdóticas: las cacerolas deben tener dos manijas, las de una sola son inaceptables; el pelo debe estar corto en verano; el pelo no debe caer sobre la cara (¡cómo me hinchó las pelotas con eso!); sus muebles eran los más lindos del mundo; sus nietos éramos los más lindos del mundo; su nuera era la peor del mundo; sus pastas eran las mejores del mundo (y nadie se hubiera atrevido a contradecirla, porque tenía razón); las sandalias debían ser de lona, con taco chino y de color blanco o beige. Estructuró su vida sobre convicciones así, inofensivas pero a veces molestas, y las usó para sostenerse contra los vaivenes y temblores. Le ofrecían una ilusión de estabilidad a su centro de gravedad para no perder el equilibrio.

Frecuentemente me sorprendo, aún ahora, reconociendo algunas cosas en las que me parezco a ella, incluso salvando la diferencia de historias y circunstancias, que es inmensa.

La quise entrañablemente, y en estos últimos días, no sé por qué, me he descubierto un par de veces con el teléfono en la mano, mirándolo fijamente y preguntándome cómo hacer para llamarla…

(Prometo postear una foto de ella, en cuanto la encuentre y la escanee)

24 mar 2007

Bienvenida



Espuma.
Casi tibia agua, tibio sol, tibio viento.
Te siento a mi lado, caminando.
Te siento a mi lado, durmiendo.
Te siento a mi lado.
Conjuro miedos,
bajo defensas, espero.
Corro las cortinas en la mañana,
dejo entrar el sol,
te dejo entrar.
No sé qué palabras decir,
cómo recibirte.
Y tu voz me susurra:
“Qué lástima no haberte conocido antes…”
Antes, no estaba lista, pienso.
Ahora…
Tu soledad y la mía,
mi libertad y la tuya,
y el amor entre nosotros,
mi deseo de vos, tu deseo de mí,
la alegría de habernos encontrado.
Poco a poco encuentro las palabras:
Bienvenido. Te estaba esperando.

15 mar 2007

Equipaje

Digo yo… ¿Por qué cada vez que preparo mi equipaje para viajar, siento la irresistible necesidad de llevarme cosas que cuando estoy acá nunca, pero nunca uso?
¿Por qué creo que voy a necesitarlas justo cuando estén a unos cientos o miles de kilómetros?
¿Por qué ese pantalón incómodo, esa cartera que no combina con nada, esos zapatos realmente feos, la remera que me queda grande o un vestido que jamás me puse desde que lo compré hace tres años, de repente son cosas absolutamente imprescindibles, les hago lugar en la valija, aumento el peso del equipaje y me complico un poco más la vida para poder llevarlos?
Sin mencionar que lo que me olvido con más frecuencia, es la cámara fotográfica.

Bueno, nada. Que me voy de viaje por unos días. Un poco de mar, más lluvia que sol (según promete el pronóstico), mucho amor, vino suficiente… ¿Se puede pedir más?

8 mar 2007

Vinicius, Hokusai, Auster

Confieso mi ignorancia: no conocía la obra de Hokusai. Ese grabado tan famoso –ahora lo sé- llamado La Gran Ola, su increíble historia de pintor que necesitaba vivir unos cinco años más para considerarse un verdadero artista (murió a los 89), todo eso formaba parte de la inmensa masa de cosas que no sé.
Pero un día, para ilustrar un verso de Vinicius de Moraes que puse como subnick en el MSN, hice una búsqueda de imágenes en Google y terminé eligiendo una ola de indudable influencia japonesa, pero que apareció sin autor ni referencia alguna, y que me gustó porque era hermosa y fue la única, en muchas páginas, que no era una fotografía. Así, La Gran Ola de Hokusai terminó adornando un verso que me acompaña desde hace mucho: “la vida llega en olas, como el mar”.
Y hoy, en una de esas coincidencias que tanto le gustan a Auster, llego a casa a la noche, enciendo el televisor, hago zapping y aterrizo en “La vida secreta de las obras maestras”, un programa muy interesante que solamente vi un par de veces antes, y hace varios meses. Había

empezado hacía bastante, y resultó que el tema del día era Hokusai, y específicamente La Gran Ola, su importancia e influencia en otros artistas (parece que los impresionistas, Warhol, y otros muchos se inspiraron en ella o la recrearon). Claro, reconocí la imagen y empecé a prestar mucha atención. Considerando que el autor murió en el siglo XIX, me pareció más extraordinaria todavía. No viene al caso contar más sobre el pintor, que era todo un personaje. El asunto es que varios especialistas opinaron al final del programa sobre el significado de esta obra, y todos coincidieron más o menos que se trata de una referencia a la vida, a su aparente regularidad y su naturaleza incontrolable. Estamos al borde del caos, la regularidad siempre acaba en el caos, como las olas del mar, y debemos aprender a vivir así, dijo uno de ellos.
La vida llega en olas, como el mar.