Me niego a vivir en el mundo ordinario como una mujer ordinaria.
A establecer relaciones ordinarias. Necesito el éxtasis.
Soy una neurótica, en el sentido de que vivo en mi mundo.
No me adaptaré al mundo. Me adapto a mí misma.
Anaïs Nin
21 jun 2006
Madres
M., mi amiga. La que guarda mis partes perdidas, como yo guardo las suyas. Su mamá, que vive lejos, enferma de cáncer. Y todo cayendo y recayendo sobre M., el recuerdo, el dolor, el amor, el dolor, el dolor. El de ahora y el otro, el más profundo, el de antes. El que requiere un perdón que no sé si es posible dar. R., mi amiga. La que no entiende mis partes perdidas. Su mamá envejeciendo, lentamente. Todavía bien, pero envejeciendo, declinando. Empezando a ser otra, la última, la que no tendrá después. Empezando a ser el espejo en el que nadie quiere mirarse. M., mi amiga. La que no quiere encontrar sus partes perdidas. La que arriesga pero tiene culpa. La que quiere escapar, pero no se anima. Su mamá hurgando en las heridas, incapaz de ir más allá de su vanidad. A., mi amiga. La que ni siquiera entiende lo que son partes perdidas. Toda la vida obedeciendo a su mamá, hasta cuando cree que la desafía. Y su mamá exigiendo, siempre esperando otra cosa, nunca satisfecha. ¿Y yo? ¿Y mi mamá? Increíble. La vida me trajo, en esta vuelta de la espiral, a un lugar inesperado. Y mi mamá contenta, porque estoy otra vez enamorada, me pregunta cosas como si yo fuera una nena. Y se alegra por mí, y acepta todo, y todo le parece bien, no importa lo loco que sea, sólo porque me ve feliz. ¿Por qué no era así cuando yo era adolescente? Yo fui feliz entonces, y a mi mamá no le importaba, porque no era feliz a su manera, como ella quería, de un modo que ella pudiera entender. No sé si entiende mi modo ahora, pero le basta con saber que vale para mí. Ha crecido, mi mamá.
Espera de luces tenues de tarde gris de sol ausente. Espera en invierno, saudades del verano que nos vio juntos. Espera. La vida se nos va en esto, la inmortalidad se nos escapa aunque todavía no lo sepas. En la pequeña muerte que gozamos juntos hacemos trampa al tiempo y nos escondemos por un rato, escamoteando horas al final inevitable.
Nunca imaginé que algo así pudiera ocurrirme, pero aquí estamos... Un viernes, hace poco, fui a un bar temático con unas amigas que habían reservado mesa y me invitaron. El tema era astrología, tarot, adivinación, esas cosas. He sido escéptica militante toda mi vida, hasta hace unos tres años cuando llegó a mis manos una excelente edición del I Ching. Curiosa como soy, me puse a leerlo: prólogo de Karl Jung, bueno, pinta interesante... Leído el prólogo, una imperceptible fisura comenzó a insinuarse en mi racionalismo inmaculado. Seguí leyendo. Claro, no es fácil, va a contramano de mi formación, mi historia, mi práctica. Pero, en todo caso, como ya he tenido más de una ocasión de observar que el hecho de haber creído en la validez de algo toda la vida no lo hace más cierto, ni más real, ni nada, sino solamente más automático y más fácil, seguí leyendo con la mente abierta. Y llegué al punto inevitable: si lo que dice es cierto, debería poder comprobarse. Arrojé las monedas, compuse el hexagrama, y leí... Oooohhhh. Se ajustaba completamente, sin ninguna duda, a ese momento de mi vida, a lo que me estaba pasando. Y me aconsejaba tolerancia y paciencia, que eran las dos cosas que más falta me hacían en ese momento (siempre me hacen falta). En los tres años transcurridos, he tirado las monedas y formado mis hexagramas en varias ocasiones. Siempre, siempre, el oráculo ha sido pertinente, consistente con todo, y me ha ayudado a reflexionar, a comprender, a aceptar o a cambiar. A esperar o a hacer. Ya no cuestiono, ha pasado la prueba: sirve para lo que dice que sirve, si uno lo hace como debe hacerlo. Entonces, ese viernes a la noche, pensé: Si el I Ching funciona, ¿por qué no lo haría el tarot, por ejemplo? Y me senté frente a la mujer que “adivinaba”. Se presentó, me presenté, nos dimos la mano, y corté en tres montones el mazo que ella había mezclado. A partir de allí, me describió a mí, a mi pasado, a mi presente. Lloré, sonreí; esbozó un futuro, sonreí más, y me fui a mi mesa, a contarles a mis amigas todo antes que empezara a olvidarme los detalles. Cuando llegué a casa, lo escribí tal cual ella me lo había dicho, respetando orden, palabras, estilo. Unos días después, se lo mostré a otra amiga, quizás la que mejor me conoce.“Te escaneó el cerebro” , me dijo.
Sobrio, austero, acostumbrado al rigor y la exigencia, te descubro a mi lado suave, intenso, firme y sutil, exquisito. Se repite la tensión entre nosotros, tu dominio en disputa con el mío: breve disputa, aceptación de mi parte. Tu triunfo nunca es mi derrota. Desde el principio fue eso, cada vez sorprendiéndonos uno al otro con lo valioso y raro, con la entrega y la potencia, la elegancia y la aceptación. Desde el principio fue el gozo, la pasión, la tensión , la fuerza, la ternura infinita, el silencio. Desde el principio han sido control y libertad, pasión y espera llevados al límite, y resueltos en el gozo de sentir y saber que no hay sumisión donde no hay debilidad. Puro placer, despojado de necesidad. Puro placer que nos hace libres.
Parece que el barrio de la infancia es importante. Casi todo el mundo tiene anécdotas, historias, amigos, raíces incluso vinculadas al barrio de la infancia. Yo no tengo nada de eso. Y en algún lado viví, claro. Chacarita. Vivía en un quinto piso sobre la Av. Forest, con vista al playón de maniobras y los galpones del Ferrocarril Urquiza. Detrás de eso, el cementerio. No se veía, sólo las copas de los árboles. Y más atrás aún, lo más parecido al horizonte que puede encontrarse en Buenos Aires, y unas puestas de sol espectaculares, día tras día, durante 22 años. Ahora las puestas de sol siguen, yo me fui hace mucho. Chacarita no es un barrio, propiamente hablando. Es un lugar de paso, carece de personalidad, de color propio. No se crean lazos con nada allí. Al vivir en un edificio de departamentos, sobre dos avenidas, y no siendo varón, mi vida transcurrió dentro de las paredes de mi casa. No hubo calle, no hubo amigos, sólo las ventanas para conectarme con lo de afuera. Y lo de afuera tenía a veces características bizarras: mirar hasta que aparecieran cortejos fúnebres que iban al cementerio, y competir con mi hermano a ver quién contaba el cortejo con más coches (¿se siguen usando los coches todos iguales en los cortejos fúnebres?) Nunca pensábamos que allí había un muerto, ni que había miles de muertos a un par de cuadras de casa. Hubiera dado para noches de terror. Se hubieran podido imaginar historias fascinantes, terribles, morbosas. Pero nunca lo hicimos; como si ese enorme cementerio allí cerca no existiera. Nunca se nos ocurrió la travesura de meternos a ver cómo era, a intentar alguna expedición macabra e ingenuamente audaz. Ahora que lo pienso, era más bien como si esa enorme extensión rodeada por paredes no existiese, era negada casi a la perfección. Como el límite del pueblo en The Truman Show: no pensamos en eso, actuamos como si no existiese, y la mente nos permite vivir sin percibirlo, ni lo que es ni lo que representa. Evidentemente, los chicos heredamos ese comportamiento de los adultos que vivían con nosotros. Y pensándolo un poco más, se me ocurre ahora que fue una buena analogía de la manera como se maneja el tema de la muerte en nuestra cultura. Entramos al cementerio por primera vez cuando yo tenía 20 años, y había muerto mi abuelo.
Escucho “Crimen”, el tema de Cerati, y lo odio. Odio escucharlo cantar lo que yo no quiero aceptar. Odio que lo diga con música, desde la radio, como si se tratara de un asunto de dominio público. Odio que se haya terminado, que lo que era ya no sea, que el futuro no esté escrito por mí, que no haya garantías. Odio no tener el poder de hacer que las cosas sean como yo quiero. Odio extrañar, y tener la certeza de que no me extraña. Odio que la vida me dé un papel pasivo, y sentirme pintada ante el devenir de las cosas. Odio que las decisiones sean de otro, o de nadie. Odio que no basten mi voluntad, mi deseo, mi necesidad para que las cosas ocurran como las imagino. Odio la palabra imposible, los finales prematuros, las ilusiones descartadas, las pérdidas. Y todo ese odio desparramado, desaparecería por completo si acaso, simplemente, pudiéramos seguir amándonos.